martes, 24 de abril de 2012

La Monarquía en la senda de los elefantes: “Lo siento. No volverá a ocurrir”

El Principito en negro...
Es conocido que la Guerra Civil que acabó con la II República española, no tuvo su génesis en exclusiva en un presunto dilema histórico entre Monarquía y República que tuviese dividido de antiguo a los españoles a causa de esta “cuestión de principios”, sino entre el Antiguo Régimen (representado por los seculares privilegios de clase protegidos al amparo de una institución monárquica que en su etapa final –la de Alfonso XIII- quedó letalmente desautorizada como “monarquía parlamentaria” a causa de su abierta connivencia con la dictadura implantada por el General Primo de Rivera a mediados de los años 20) y un nuevo régimen “republicano”, entendiendo por este último el que estuviere basado en los principios de la democracia participativa y…social, en un momento de la historia europea protagonizado por los movimientos de emancipación obrera que pugnaban por conquistar derechos que en la España del caciquismo rural y de la inacabada revolución burguesa, hacían especialmente virulenta en cuanto al modo y la magnitud de las tareas de transformación pendientes.
La bandera 'tricolor'
Es también sabido que la experiencia republicana fue derrotada de manera traumática por una fuerte y organizada reacción de la derecha y sus poderes fácticos (Iglesia y Ejército), con ayuda en el concierto europeo de una suicida política de “No intervención” practicada por las democracias europeas del momento que dejaron que fascistas italianos y el ejército del III Reich ayudaran al llamado alzamiento rebelde de los militares del 18 de julio de 1936 dirigidos por Franco, produciendo el mayor y ahora uno de los más documentados tristes episodios de liquidación y represión de ese gran caudal de fuerzas vivas que representó el despertar a la vida política y educativa de una población española secularmente condenada a la postración y la ignorancia.

Ese corte histórico del 39 no supuso solo que no quedara asomo de la vieja legalidad a duras penas vertebrada por la República, sino que sobre sus ruinas, el dictador Franco edificase un régimen autoritario bajo su exclusiva jefatura [se autonombró Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos (sic)] en la que no entraba para nada -por lo menos en una primera etapa- un principio de poder compartido con el supuesto representante legítimo de la Monarquía en el exilio, Alfonso XIII, que murió en Roma el 28 de febrero de 1941, o del descendiente que le correspondiese según línea sucesoria (Don Juan de Borbón, el futuro Conde de Barcelona y padre del actual Rey Juan Carlos). Todo ello por más que la facción monárquica que apoyara al régimen de Franco –en realidad algunas capillas integradas por varios epígonos o amigos de Don Juan, exiliado en Roma o más tarde en Estoril- suspirara y conspirase por planificar los plazos de la restauración de la “normalidad monárquica” al precio de una imposible cesión de poder del a todas luces representante de la autoridad absoluta del Estado, el Dictador Francisco Franco.

Este anacrónico régimen en medio de una Europa exhausta por los estragos de la II Guerra Mundial pudo sobrevivir sin un cuestionamiento esencial de los países occidentales; es más, recibió un apoyo explícito de la gran potencia emergente del momento, los EEUU, gracias a que representaba en cierto modo un bastión de resistencia estratégico desde el punto de vista de la confrontación Este-Oeste inaugurada con la Guerra Fría “frente al comunismo”. De ahí que hasta bien avanzada la década de los 60, el mismo presidente Eisenhower, y el propio Charles De Gaulle visitaron España en gestos inequívocos de agradecimiento a Franco por los “servicios prestados”.

Sin embargo ese anacronismo en medio del continente europeo no podía durar mucho más tiempo sin unos cambios cosméticos que asegurasen la continuidad del Régimen al mismo tiempo que lo dotasen de un aura de legitimidad, y es ahí cuando Franco que en 1947 había diseñado una Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado que básicamente establecía quién debería nombrar a tal sucesor (el propio Franco), decidió materializar esa ley para “que quedase atado y bien atado” –según un popular estribillo que gustó repetir muchas veces- el espinoso problema de asegurar un futuro al sostenimiento del equilibrio de poderes que amparasen y dieran continuidad a los privilegios de clase que estuvieron en el origen del alzamiento militar rebelde. Esa operación se zanjó El 21 de julio de 1969 cuando Franco designa a Juan Carlos de Borbón (saltándose el orden sucesorio natural que correspondía a su padre Juan de Borbón por las desavenencias con éste debido a su manifiesto de Lausana de 1945) como su sucesor a la Jefatura del Estado, con el título de «Príncipe de España». Así es proclamado por las Cortes como sucesor de Franco el 22 de julio de 1969 cuando Juan Carlos jura: «fidelidad a los principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales del Reino».

Ese nacimiento tan viciado en la raíz del “hecho sucesorio” (firmando el sucesor unos principios de naturaleza fascista como eran los llamados Principios del Movimiento), marcaría por mucho tiempo el sentir en el imaginario popular de que con la caída del Régimen de Franco, la Monarquía con ese impostado sucesor al que llamaron Príncipe Juan Carlos (y al que popularmente se le calificaba por la oposición clandestina de “pelele”), caería a la par, recuperándose un régimen basado en unas instituciones aún por determinar pero que no podían ser otras que las que muy poca gente se atrevía a nombrar por la invocación de esos trágicos fantasmas del pasado que eran las propias de una República.
Pero es el caso que las aún frescas heridas de la Guerra Civil, que eran en el citado imaginario colectivo vinculadas al trágico y secular principio de división guerracivilista entre monárquicos y republicanos (dos experiencias históricas de I y II Repúblicas ahogadas en sangre), ahuyentaba incluso entre la propia oposición democrática a quienes sin embargo querían un retorno pacífico a la Democracia, a la que se puso por delante como principio rector de la acción política contra el régimen de Franco, pero “sin entrar en detalles” sobre la forma institucional de la que nos dotaríamos una vez desaparecido éste.

Es lo que se vino en llamar La Ruptura Democrática (por oposición a una Ruptura “revolucionaria” que plantease un cambio radical del régimen de gobierno basado en elecciones a Presidente previo referéndum que decidiera entre Monarquía o República), es decir, una Transición en la que se pactasen unos mínimos derechos (libertad de expresión y asociación principalmente) que homologasen al sistema con otros regímenes europeos en los que sí se había dado cabida a la monarquía. El único problema era que el carisma del sucesor Juan Carlos, a la sazón educado en las sucesivas academias militares del Ejército, Armada y Aire, no estaba a la altura de su aceptación social, consentida en aras de evitar la confrontación guerracivilista aludida, y fueron necesarias muchas operaciones de marketing y negociaciones bajo cuerda para que su figura creciese desde el punto de vista de su homologación con otros monarcas europeos. Hay que decir que sin embargo estos gestos, casi inexistentes aún en vida de Franco, solo llegaron tras su fallecimiento con algunas decisiones –que le otorgó el ser el sucesor legal del Régimen- relativas a quién debiera comandar la Transición Democrática pergeñada con la Ley de Reforma Política que se elaboró entre franquistas y la oposición, que condujo finalmente a la aprobación por referéndum de la Constitución del 6 de Diciembre 1978. Esos gestos –aceptar básicamente la libertad de partidos- no llegaron hasta el nombramiento que hizo de Adolfo Suárez como presidente de Gobierno –una persona joven con experiencia en la TV, surgida del interior del Movimiento pero con aires “renovadores”-, que provocó agrias protestas y acusaciones de traición de los franquistas genuinos y que por contraste con sus virulentas reacciones verbales e incluso conspirativas elevaron la figura del rey Juan Carlos a la categoría de relevante “baluarte de la resistencia” del nuevo orden democrático frente a las fuerzas de la “caverna”, de la vuelta al pasado.

Consentir la figura del rey Juan Carlos como clave de bóveda en la cúspide de la estructura de jefatura del Estado, se ha entendido tácitamente como el precio pagado por el común de la ciudadanía española para evitar sobreactuadas confrontaciones entre monárquicos y republicanos, que solo de manera residual, y cada vez menos, enarbolaban partidos casi ya extraparlamentarios, si se exceptúa Esquerra Republicana de Catalunya, por ser en aquella nacionalidad donde la experiencia de poder republicano fue más genuina e intensa vía la Generalitat durante la etapa del 31 al 39. El PSOE fue sin lugar a dudas el que más tiempo enarboló esa bandera (que presidía aún sus congresos a mediados de los setenta previos a la Transición). Fue necesario que el partido anatematizado como del área comunista, el PCE de Santiago Carrillo, el que con gestos muy mediáticos de aceptar la bandera española rojigualda frente a la tricolor republicana, animara al resto, PSOE incluido, a esa necesaria “moderación” requerida por la Transición si se la quería “pacífica”… Ese servicio prestado por el PCE a la causa de esa transición pacífica y su componente de aceptación de Juan Carlos, le fue enseguida premiado con su legalización en la famosa jornada de Pascua del año 1977.

Así las cosas, legitimada una forma de monarquía parlamentaria [tutelada de cerca por el Ejército] con la Constitución aprobada un año más tarde consagrando ese anacronismo hereditario en pleno S-XX, la Monarquía ha conocido los avatares del día a día de su función denominada “moderadora” y de “equilibrio” entre los poderes del Estado (Ejecutivo, Legislativo y Judicial). Con el Ejército conservando aún mucho de su poder, esa función 'moderadora' en realidad fue efectiva en lo que de contención de sus ansias de involución se trataba, sobre todo en un contexto de terrorismo como el de ETA (y también FRAP), en el que militares y policías eran asesinados día sí día también. Ese papel que se le reconoció a Juan Carlos, encontró su culminación decisiva en la famosa noche del 23 de Febrero de 1981, en donde su decidida apuesta por el orden democrático, elevó su carisma a la cota de legitimidad que necesitaba para completar su otra fama de campechano y cercano que supo cultivar en su acción diaria institucional hasta ese momento.

Pues si hay algo que no se le hubiera perdonado, y habría sido letal para su continuidad como lo fue en el caso de la Monarquía griega de Constantino, hermano de la Reina Sofía que pactó con los golpistas, es que no hubiera dejado claro de qué lado se ponía el monarca. Y ello le valió el carisma 'supremo' y también el futuro manto de silencio sobre su vida privada y la de su familia, hasta el punto de que hasta hace bien poco no se veía apropiado dar rienda suelta en los medios a sus andanzas y estipendios, regalándoseles con una opaca gestión de sus propias cuentas, las reservadas en el Presupuesto para la Casa Real y que la actual Ley de Transparencia presentada por Rajoy sigue sin permitir detallar en lo que se refiere al destino de los gastos. Ese “no querer ver” se ha prolongado mucho en el tiempo gracias en cierto modo a lo poco abultado en número de la plantilla mantenida que se reduce a sus tres hijos, y ahora a nuera, nietos y (¡ay!) yernos (a diferencia de la Monarquía inglesa que alcanza también a primos y sobrinos), precisamente por la siniestra tradición cortesana que ha rodeado a los monarcas Borbones en nuestro turbulento pasado decimonónico. Una monarquía ‘moderna’, debiera ser entonces ‘popular’, sencilla en las formas y austera (si tal cosa puede suponerse), y antes que nada, al margen de los cenáculos políticos y no clientelista.

Pero alejados en el tiempo los ecos inquietantes del guerracivilismo, destapados escándalos como los que envuelven el caso Urdangarín, han provocado una mayor desinhibición de los medios a la hora de abordar el “hecho monárquico” español que tan discretamente era abordado en el pasado. El divorcio de la infanta Elena, la querencia crematística del matrimonio Urdangarín, el disparo accidental en su pie de un hijo de aquélla y Marichalar (¡ay esa afición temprana a las armas que hizo fallecer a un hermano del propio rey!), y ahora, la revelación de presuntas andanzas con amantes, caza de elefantes en Botsuana incluida (y en otra ocasión de osos en Rusia, etc) de nuestro “querido” rey Juan Carlos, han destapado la caja de Pandora con todos los truenos inimaginables, incluso útiles (¡ay!) para distraer de los problemas económicos del momento (han surgido los llamados “antimonárquicos de derechas”), cuales son las crueles reformas en marcha, a un público asombrado por que tales descaros puedan tener lugar en tiempos en que se nos exigen “grandes sacrificios”.

No están escritos aún los ríos de tinta que tal “debate monarquía-república” o si "debe abdicar ya a favor del Príncipe Felipe" traerá consigo. Lo que es cierto es que un velo se ha caído con esa frase para la historia dicha por primera vez por un rey: “Lo siento. Ha sido un error. No volverá a ocurrir”.
El elefante se insinúa dentro de la boa