El día 2 de julio tuvimos en mi empresa
un curso dirigido a los compañeros de mi área en la organización denominado “Cómo
hacer presentaciones y hablar en público” a cargo de José María Palomares.
Con una efectividad indiscutible,
hizo honor al objetivo de calar en nosotros algunas ideas-fuerza sobre cómo
precisamente lograr que en nuestras presentaciones con ocasión de reuniones,
conferencias, exposiciones corporativas o en trato con los clientes, calase en
la audiencia nuestra propia idea-fuerza. Y a que nos preguntásemos (como reza el lema de promoción
de su propio libro de Autoayuda destinado a darnos respuesta a estos
interrogantes y aprender en una semana) “si estamos preparados para hablar en
público o tenemos la formación necesaria para realizar una presentación
efectiva”.
Y digo irreprochable, pues conforme a un guión muy
bien estructurado (1.- Mensaje; 2.- Audiencia; 3.- Técnicas; 4.- Recomendaciones y
5.- Fuentes de inspiración) expuso en menos de dos horas todo un abecé de la buena práctica de hablar en
público. Y digo abecé pues algunas
ideas precursoras del voluntarismo propias de aquellas publicaciones de
autoayuda suelen reiterarse en distintos foros de formación parecidos [como el
de “la relevancia pasa por ser diferente" (foto con cuatro cebras de frente y
una de espaldas en este caso), que conocí en otro tiempo con “la teoría de las
vacas azules”, o que “hacer una presentación es hacer una venta emocional”, que hace referencia a la
importancia de la inteligencia emocional a la que se alude mucho en los últimos
años en charlas de este tipo, etc..
Con criterio transparente, J.M Palomares nos alertó bien al comienzo de que para una
presentación se debe aplicar un enfoque comercial, lo que ya delimitaba
honestamente el horizonte de habilidades que pasaba a continuación a
describirnos. Y es aquí, o más exactamente en la periferia de ese lugar prefijado, donde
se me plantea la digamos que “crítica de la razón práctica” -al modo de algún
filósofo decimonónico- respecto de los
axiomas de la comunicación que ya se han consolidado como moneda corriente del “saber
popular” del S. XXI… Y es que al igual
que se dice que todo español es un experto entrenador de fútbol, puede decirse
ya que igualmente es un sabio crítico de la efectividad de un anuncio
televisivo o de una campaña publicitaria o electoral.
Vale que el objeto de una presentación sea tener
claro qué se quiere conseguir de la audiencia, “concentrando tu idea-fuerza en
una frase clara y concreta […] dando a la audiencia una razón para escucharte”.
Pero es también verdad que enfatizar esa idea desde el principio, recuperándola
al final en el resumen, una vez sorteado el espacio temporal en la parte
intermedia en la que “se desentiende la audiencia” según una curva muy
reproducida en la presentación que aquí se comenta, puede a su vez dibujar un
formato de exposición más parecido a enarbolar
un eslogan (el mensaje al que estén
subordinadas todas la imágenes de refuerzo, sin datos de demostración palpables)
propio de las técnicas de publicidad que
a un verdadero ejercicio de persuasión por la palabra [más adelante citaría al profesor
A. Mehrabian, que demuestra que ésta solo representa el 7%, siendo el resto
voz -38%- y lenguaje no verbal -55%].
Se podrá argüir que lo que importa a fin de cuentas
es introducir el mensaje, y que este sea no solo recordado sino hecho suyo por la audiencia…
Pero un riguroso planteamiento de respeto a esa audiencia debiera incluir el de
preservar su autonomía intelectual sin que pudiera siquiera sospecharse de
intentar manipularla.
La deliberada ligereza promovida para las
presentaciones (el ponente lo estructuró en ‘fácil’, ‘concreta’, ‘corta’, ‘sencilla’
y ‘directa’ –método Kiss- , indiscutibles condiciones “para ser escuchado”) habla
del propósito originario de introducir una idea o mensaje en razón de lo
liviano del esfuerzo con que penetra. En algún momento se llegó a
hablar (en el apartado de Técnicas) de la utilidad de las storytelling (una vez más el discurso de líderes carismáticos como
Martin Luther King o de triunfadores como san S. Job en Stanford, del que se
nos hurtó esta vez la parte que a mí me parece muy interesante referida al
sentido de la muerte), anécdotas y experiencias personales* (Barack Obama) y…, muy inquietante, de la
Repetición.
En un recién inaugurado programa televisivo en el que Ana Pastor revisa con
su “equipo de investigación” la veracidad de las afirmaciones vertidas por personas
de la vida pública (miembros del gobierno o responsables de la Administración por
ejemplo), llega a demostrar con datos trabajadamente objetivos** que las ideas
expresadas por aquéllos no por muchas veces repetidas, llegan a
convertirse en verdaderas (clamorosa fue la demostración sobre el número de indultos realizados
por cada gobierno, pillando a Gallardón en otra de sus falsedades dichas con
cara de no romper un plato en su vida). ¿Quién no ha escuchado mil veces el “no hay más remedio
que” (dando por hecho el incontrovertible fatalismo de decisiones que sin embargo son voluntarias y de índole
política e ideológica)?, ¿o esa más culpabilizadora de “hemos vivido por encima
de nuestras posibilidades” hasta el
punto de perpetrar la mentira de tomar por verdad del Todo la irresponsabilidad
de una Parte?: Y esas ideas se expresan conforme al rigor de unas reglas técnicas
enumeradas más arriba: basta con reiterar comparecencias con tales ideas-fuerza
vía plasma o persona subordinada interpuesta todas las veces que hagan falta.
Dejo a un lado otros aspectos considerados por J.M
Palomares que desencadenaban en mí otros interrogantes, como el supuesto de
pasión (e incluso alegría) requerido al orador si pretende su objetivo, pues
este no siempre sería vender la idea (por usar ya sin complejos este término
independientemente de su naturaleza -un producto, un servicio o simplemente una
consigna), sino en ocasiones pasar un trámite, cumplir con una obligación
periódica, o más genéricamente, dar satisfacción a un encargo independientemente
de la idea, intercambiable por cualquier otra en función de las instrucciones.
Habrá que reconocer que si la disposición al acudir
a una presentación es efectivamente pasar un buen rato, entendiendo por tal que
el esfuerzo intelectual esté descartado como base alguna de placer (charlas
literarias, conferencias sobre cualquier tema filosófico, o hasta un seminario
sobre Lacan, estarían entonces excluidas, y audiencia sin embargo tienen), se
estaría hablando de aceptar una incondicionalidad de suyo con el mensaje en
trance de recibir, solo exigiendo del orador el respeto a las reglas del
entretenimiento así concebido: Una claridad del mensaje –estableciendo ya una
complicidad con el objetivo, incluso sin que podamos asegurar su carácter de
plausible-, una buena historia personal por aquí, algún buen vídeo por allá, y
una administración de los tiempos que no lo hagan cansino.
Pero entonces habrá que reconocerse también que, si
bien recordando el mensaje gracias a la eficacia de su comunicación, podamos
abandonar la sala de reunión o conferencia con un regusto amargo: el de
sabernos partícipes de un juego, en el que nuestro rol sea el de simple y reiterado
receptor de aquellos mensajes de los que hacernos cómplices con tal de que se
hayan trasladado con el rigor exigido conforme a las reglas de su transmisión
entretenida, quedándonos eso sí, espacio
para la crítica de los detalles perfectibles del procedimiento de
comunicación utilizado y dejando en un segundo plano el contenido, al modo con
que igualmente criticamos al entrenador de nuestro equipo de fútbol por la estrategia
y alineación utilizadas y no al juego mismo de sus jugadores.
(*) Para no ser menos el orador mismo aludió en
algún momento de su exposición a su experiencia personal para ilustrarnos la
ventaja de ensayar con presentaciones “menores” la presentación principal al
modo como se corren carreras populares de menor número de Km. para preparar el maratón anual en el que
participa. [Está pendiente una investigación que analice la fascinación que
ejercen en las presentaciones los retos concebidos por alpinistas cazadores de ochomiles así como los de atletas y
corredores, singularmente de maratón: Al parecer para la autoayuda ya se
dispone de ¡cómo no!, otro “Del sillón a la maratón” (en dos años)” de Antonio Ríos
.
En otro orden de propuestas, recomiendo sin que tenga nada que ver con lo
aquí expuesto, el libro de Murakami "De qué hablo cuando hablo de correr" .
(**) A este respecto, en la charla se descartaban
por descontado todas las ‘slides’ (las ppt
de una presentación) que contuviesen farragosas cifras o extensos datos de
apoyo que distrajesen del propósito de protagonismo constante de la idea-fuerza
principal. Según esto y otra inquietante reserva sobre la “conveniencia” o no
de plantearse la interacción con la audiencia tras analizar a ésta –se proyectó
una foto ejemplificadora de público presuntamente hostil en la que todos
parecían ‘punkis-, quedarían los aspectos destinados a la demostración
de la idea-fuerza reducidos a una suposición poco menos que apriorística, o a lo sumo con una o dos cifras resumen basadas en alguna fuente “compleja
de desentrañar (‘que no es ocasión ahora de aburriros con ellas’)”. ¿Quién no ha asistido a presentaciones con un
engañoso y único número en grande en la ‘slide’ indicando un porcentaje o cantidad
por el que preguntarse qué protocolo de objetividad se ha seguido para llegar a
él? Mi deformación profesional como
ingeniero me revuelve contra estas estrategias de simplificación que bajo la coartada de hacer falso honor a la cita de Einstein –¡cómo
no también traída a colación en este curso!- referida a no saber explicar de
forma sencilla lo que no se entiende bien, convierten en difícil de creer lo
que sí sería fácil de reforzar con demostraciones sencillas que cada vez más desaparecen de las presentaciones…