miércoles, 22 de febrero de 2012

Actualidad de Dickens y Parábola del empresario que amaba a sus empleados

De Wikipedia: Charles Dickens
Oí decir que un honesto empresario que llamaremos E. tenía a gala desear sobre todas las cosas mantener el empleo de sus trabajadores, preocupándose por ellos y sus familias como si fueran la suya propia.
En lo que el negocio iba tirando, incluso con unos beneficios suficientes como para permitirse algunas “alegrías” (eventuales pagas extras en concepto de productividad, mejoras en los horarios y días libres adicionales, etc.), los empleados le estuvieron por siempre agradecidos al empleador, y este disfrutaba de la buena conciencia de saberse merecedor de ello en tanto que, velando “obviamente” por enriquecerse, beneficiaba de paso a varias familias dándoles un empleo.
Desde que algún precursor del pensamiento económico hace ya dos siglos dignificó intelectualmente la sana pulsión por el beneficio propio como motor del progreso económico de los pueblos, cualquier afán del emprendedor es aplaudido, y nuestro héroe E. veía cumplido su sueño de aunar ambición individual con mejora colectiva y bienestar social, sobre todo cuando este último ya había atravesado (¡y superado!) inconfesables etapas de crueldad originaria como la explotación infantil o las miserias descritas por los relatos de Charles Dickens en los albores del capitalismo.
Ilustración de George Cruikshank para Oliver Twist y fotos contra la explotación infantil
"Mucho ha llovido para bien desde entonces”, pensaba nuestro E. al contemplar la mucha legislación laboral desarrollada a fin de contrarrestar la asimetría de poder cimentada en un tándem de opuestos: Propietarios y trabajadores al servicio de aquellos. Lógico que no puedan exigirse jornadas draconianas, condiciones insalubres de trabajo, penalizaciones a la enfermedad, inesperadas decisiones de horarios, salarios e incluso despidos sin regular conforme a pactos de mutuo beneficio por más que este disminuya en lo que respecta a la parte contratante: la paz social e incluso un mayor acceso al consumo, estimulador de esos mismos negocios, bien valían esa Misa ante un altar como el del Estado del Bienestar.
Pero sobrevino una crisis incomprensible, sobre todo para aquellos que como E. a buen seguro no se sentían responsables de la misma por mas que bien conocían a los que entre sus colegas empresariales habían despilfarrado -y “mangoneado” se decían para sus adentros- a cuenta de los pelotazos y a aquellos responsables de la administración que con lo recaudado de más por ello mismo (o que simplemente lo robaban) emulaban un tren de vida que no podía durar.
Esa crisis venía de fuera (ya se sabe, la caída de Lehman Brother, las subprime y todo eso), pero bien dentro de España había anidado la debilidad frente a su deriva de crisis financiera en versión europea por un modelo productivo, que si no basado en el monocultivo (del algodón, del azúcar, o de cualquier materia prima o inconfensable servicio, qué importa, al modo de los “países subdesarrollados”) sí en uno o dos sectores como la construcción (con su burbuja) y la hostelería/turismo (con su volatilidad).
Sobrevino además esa crisis cuando había un Gobierno que evocaba con el propio nombre del partido que lo sustentaba su deuda con ese duro y largo trayecto de desarrollo de legislación protectora de derechos sociales.
Del blog Derechos Laborales
Y fue entonces necesario hacer residir en él la culpa de esa propia crisis para más pronto que tarde deshacerse de él. Del “¡váyase Sr. González!” de otro tiempo se pasó al “déjenos a nosotros resolver la crisis, que de negocios qué mejor que los ricos que entendemos de dinero”, eliminando por ejemplo “el Excesivo Gasto –Social- y las rigideces del sistema”, lo que haremos, dijeron, “sin merma de nada: ni de pensiones, ni de sueldos, ni de derechos y con menor carga fiscal (sic)”.

Tal alternancia se produjo como quien disuelve un azucarillo en agua, y con prisa y sin pausa en esas estamos ya, habiéndole pillado a E. doliéndose del dilema entre declararse en bancarrota (dado lo caro de los despidos) o retener el empleo global que a duras penas puede soportar para su negocio si no es “con ayuda”. Y esta le viene inesperadamente gracias a unas “agresivas” nuevas reglas: No sin reconocer lo doloroso de una decisión así, "pensando en los cinco millones de parados" -sí al modo de los cínicos discursos de los muñidores de "un cambio de este estado de cosas heredado”-, pero sobre todo en los parados que él mismo no quiere provocar por razones incluso sentimentales, no ve con malos ojos acogerse a esa urgente nueva ley con la que esa fulminante reforma laboral autoriza la renovación de sus trabajadores permitiendo que al menos sus hijos sí accedan a ese empleo: Queriendo como los quiere bien a sus empleados, los ha reunido en su amplio despacho (“ya sabéis, ha estado y estará siempre abierto para que me planteéis lo que queráis pues os conozco uno a uno como si fuerais de la familia”) y les ha comunicado con gran pesar: “A fin de salvar esta empresa, si queréis que vuestros hijos no engrosen la fila del paro, os daré los 20 días por año trabajado que me permite la ley, pero a cambio contrataré a vuestros hijos por el contrato cuyo periodo de prueba dura un año que sí puedo sufragar dado que se complementa con el subsidio de desempleo [...]”.
Mientras E. relata su amargo plan que “muy a su pesar debe adoptar dadas las circunstancias”, circula algún amargo pensamiento entre los afectados: Trabajando durante años para dar un mejor futuro a sus hijos, estos les relevan en ese cometido (ser ayudados por ellos a sobrevivir en la etapa final de su vida dado el recorte previsto también para su pensión y la dependencia), pero en peores condiciones y con menores recursos. Y además, otra amargura se les dibuja en el horizonte: Si como es fácil prever sus hijos agotan ese largo periodo de prueba sin recompensa de continuidad ni contrato indefinido dado lo empecinado de la crisis y los renovados lamentos del empresario E., esa ayuda le será definitivamente cortocircuitada: terminados los plazos, desaparecidas las demonizadas instituciones “asistenciales” del Estado con sus también demonizados subsidios de paro ...¿quien detendrá entonces ese remolino diabólico hacia la exclusión social que como moneda de cambio exige para la gran mayoría de los desfavorecidos la supervivencia del beneficio empresarial y financiero a cualquier coste?
Los relatos de Dickens del que se celebra un abultado aniversario, recuperan toda su vigencia, aunque solo fuere como antídoto contra el retroceso en los derechos sociales que la ofensiva de los nuevos caciques del siglo XXI pretenden para todo el “mundo civilizado”, que compite con la emergencia de países sin todavía esos derechos conquistados.
Robert Willian Buss- 'Dickens's dream' y JamesGillray- 'Pitt y Napoleón se reparten el mundo'

2 comentarios:

Olga dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Olga dijo...

Me ha gustado. Muy encadenada la argumwntación. Una versión parecida de la parábola del hijo que sustituye al padre con un contrato precario se la escuché a una periodista de radio en Hora 25